El encuentro, la magia
Sucedió en Madrid un lunes frío de otoño al caer la noche. Cuatro personas que sobrevivieron al Estrecho subieron al escenario y dejaron que cuatro periodistas bucearan en sus recuerdos, su presente y su pasado, incluso que se asomaran a los rincones más oscuros y luminosos de ese viaje al norte que no se acaba. Memoria viva y voz alta para recordar, respetar y denunciar 30 años de muertes en el Estrecho. Se cumplían 30 años de aquel 1 de noviembre de 1988, cuando el mar vomitó en una playa de Cádiz a un hombre sin nombre, primera muerte documentada de un migrante en la costa sur española, inmortalizada por Ildefonso Sena.
Andalucía Acoge y Fundación porCausa se unieron y trabajaron hasta lograr que una fracción de la Frontera Sur calase en la distante capital. Se trataba de que el dolor mudo e invisible, inaudible o ignorado, de quienes allí se dejaron la vida, y de quienes se la siguen dejando llegase a un público, numeroso, pensativo y prudente para conmemorar el trágico aniversario. La Universidad de Comillas, anfitriona, brindó su apoyo y espacio, y fue así como entre suspiros, sonrisas, pena y aplausos, aquellos cuatro supervivientes comenzaron su relato.
MARIAN AKOSA
Marian Akosa arrancó con una confesión, de la mano de Lula Gómez, la periodista a su servicio sobre el tablado: aquella tarde había sonreído. En el pasado de Marian, en el que prefiere no ahondar mucho, hay abusos, edificios en ruinas, cuchillos. Cuando lo evoca en voz alta, todo se oscurece, hace frío y duele tanto que sería injusto recordarla por eso, y no por la heroicidad de sus decisiones o su tenaz perseverancia. Demasiadas injusticias en la vida de Marian, una trabajadora incansable que ahora lucha por sobrevivir. Mientras sigue estudiando, a punto de ser desahuciada, quiere conseguir por fin un presente, dignidad y la libertad que le arrebataron.Marian Akosa por David Cardenas Lorenzo
Huyó de Biafra (Nigeria) en 2007. Escapó de las violaciones, el secuestro, la ablación y la violencia religiosa con la ayuda de unos sacerdotes y un pasaporte falso. “Recuerdo que llegamos a un mar y era Ceuta”. Ahora se enfrenta a otros demonios, pero dice alto y claro: “Tengo vida y estoy feliz de estar viva”. Mujer, negra, superviviente de cien estrechos, pobre en lo económico, poderosa en lo humano. Más tarde ese mismo día conoció a algunas personas que ya la están ayudando, para que prosiga sus estudios y encuentre techo y un trabajo.
ABDELLATIF LAQUIASSE
Sobre el escenario confesaron pesadillas y cantaron victorias los cuatro. Abdellatif nació en Marrakech, Marruecos, en una familia grande que le daba amor, pero que no podía brindarle las oportunidades más básicas siquiera, a pesar del sudor de sus padres. Emprendió el viaje con 15 años, impulsado por un sueño a priori sencillo y lógico, pero que en su tierra veía frustrado: el deseo de una vida digna, un futuro propio, derechos humanos.
Abdellatif llegó en patera hasta España (36 horas de trecho). Pudieron más sus ganas y un trozo de madera flotante que los cientos de millones que el norte civilizado regala al Gobierno marroquí para evitar el tránsito de quienes, como él, atraviesan la brecha de agua que separa a Europa de África. Al llegar a Tarifa, lo primero que vio fue “peña veraneando”; lo primero que sintió: “Alivio, piensas que tu vida a cambiar”. Entonces, los problemas imprevistos empezaron.
Como muchas personas migrantes, Abdellatif descubrió que, a pesar de lo que había escuchado sobre Europa, sus derechos no estaban garantizados. La realidad es que ser menor de edad no acompañado no le salvó de ser explotado en Madrid, de tener que pedir en las calles de Almería y El Ejido. Sintió vergüenza de verse tan desgraciado y guardó silencio largo tiempo cuando sus padres, preocupados, preguntaban cómo estaba. Tras un tiempo recluido, mucha burocracia y trabajo, logró sacarse la ESO, y después Bachillerato. Ahora es licenciado -sin beca- en Educación Social, y trabaja en Córdoba con chicos y chicas que, como él en el pasado, andan peleando un futuro. “Necesitamos nuestro tiempo”, explica con una sonrisa franca.
Jesús Cintora le pregunta por los que no llegaron. Él reflexiona y afirma -en primera persona- “que muchas veces nos quedamos en este minuto de la foto o del vídeo de la patera, pero al día siguiente pensamos en otra cosa. Habría que ponerle nombres y apellidos a todas esas personas”. Para que no mueran sus historias ni su recuerdo sea borrado. Él se llama Abdellatif Laquiasse y puede decir que lo ha logrado.
MARIAN BERETE
Según ACNUR, la mayoría de personas migrantes llegadas a España y Europa en 2018 proceden de Guinea Conakry (1 de cada 4 y 1 de cada 10, respectivamente). De allí llegó en 2015 Marian Berete, que ahora tiene veintidós años. Es hija de madre migrante y madre de un niño emigrado.
Marian escapó dos veces: la primera, para evitar un matrimonio forzado cuando tenía 13 años. La segunda, viaje inconcluso, para recuperar a su hijo y vivir en paz. Se marchó a Marruecos junto a su tía, que, a diferencia de Marian, tenía previsto continuar hacia Europa. Marian cuenta: “Me quedé embarazada, pero no quiero decir cómo”. La periodista Marta Nebot casi no interviene y escucha atenta, pero se asoma a ese cuarto oscuro y entonces Marian, delante del público, quizás por primera vez en voz alta, dice el ‘cómo’. Dos palabras: “Me violaron”. Tenía 15 años.
El niño nació sano. Un día que Marian salió un momento y lo dejó con su tía al cuidado, se encontró, al volver que no había nadie en casa: su tía la había buscado y, al no encontrarla en la calle, se había marchado. Los pasantes de las pateras no esperan a nadie y solo avisan una vez. Su hijo llegó a España y Marian se tranquilizó pensando que su tía lo estaría cuidando. Sobrevivió medio año más en Marruecos hasta que un día puso rumbo al sur, a la vecina Guinea Bissau.
Al llegar, una mala noticia: la policía se había llevado a su hijo; su tía ya no podía mantenerlo. Fue entonces cuando Marian, con 16 años, recuperó el coraje, perdió de nuevo el miedo y se dijo “quiero recuperar a mi hijo, volver a intentarlo”.
“Lo he pasado peor que en todos los sufrimientos de antes”, piensa ahora que atisba el fin de su odisea. Le dijeron que si llegaba a España podría recuperar al niño, pero tras un largo viaje plagado de abusos e instinto de supervivencia (incluso exageró un desmayo para cruzar la triple valla antihumana), acabó recluida en el CETI de Melilla. En ese entonces tenía 19 años.
Ahora sobrevive en Algeciras. Encontró a su niño y ahora busca trabajo. “Hasta el día de hoy sigo en esto. Lo único que he conseguido es que estoy en contacto con mi hijo. Me dejan verlo una vez al mes. Me dicen que si no encuentro antes un trabajo, no puedo recuperarlo”. Aplausos de rabia y pena mientras desciende del tablado.
MAHAMADOU SIMAKHA
Antes de presentar a Mahamadou, Virginia Pérez Alonso, codirectora de Público.es, reflexiona sobre el escaso trato “de tú a tú” entre periodistas y migrantes. Es quizás esa distancia la que lleva a muchos a repetir con un mantra fácil y vacío que dice así: “Las migraciones no existirían si las personas migrantes lucharan en sus países para cambiar la realidad de la que huyen”.
Mahamadou plantó cara y acabó desterrado. Él no quería irse de Mali. Estudiaba Derecho y Ciencias Políticas en la universidad, disfrutaba con sus hermanos y, gracias al dinero que su padre les mandaba desde Francia, vivían una humildad digna. Pero en 2012 llegaron el golpe de Estado, el conflicto armado y los yihadistas. Mahamadou y los estudiantes salieron a la calle a defender la democracia y pedir la paz. Les golpearon. Volvieron a salir y se los llevaron. Los obligaron a cambiar libros por fusiles y les enviaron a matar fundamentalistas armados, sin entrenamiento ni deseo. Mahamadou prefirió arriesgar su vida a derramar la sangre de otros. Tenía 20 años.
Se sintió engañado. Pensó que en Europa tendría derechos. Creyó en un mafioso y acabó hacinado en un piso de Marruecos. Repite varias veces que sintió miedo y frío en aquel viaje de más de un año que terminó el día que se lo llevaron empotrado debajo de los asientos de un coche. Llegó a Ceuta, donde comenzó otro calvario: lo encarcelaron. Después lo trasladaron al CETI, y allí pasó otro año.
Logró salir jurando que seguiría viajando hasta llegar a Francia, donde estaba su padre. Allí le esperaba otra sorpresa dura: ver a su padre esclavizado, malviviendo en un ghetto, hacinado. Los remordimientos le carcomieron, siempre había pensado que su padre era feliz en el extranjero, enviando dinero para que él siguiera estudiando.
“Decidí volver a España porque había empezado un trabajo en Ceuta dando clases a los recién llegados”. Antes pasó por Barcelona, Madrid y Córdoba. Sobrevivió, primero con lo que sacaba como mendigo; después trabajando por las mañanas como reciclador. Por las tardes proseguía con su sueño: estudiar.
Ya lleva aquí cinco años, la quinta parte de su vida. Es integrador social en CEAR y ayuda en la primera acogida a quienes cruzan el Estrecho. Los recibe con un “ani kié”, que significa “bienvenido”. Pronto nacerá su hija, a la que dedica un mensaje mientras el público escucha emocionado: “Que toda la lucha que están haciendo sus padres no sea en vano”.
Texto: Jose Bautista
Ilustraciones: David Cárdenas
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