El mar era el morir, según Jorge Manrique. Y, desde antiguo, las coordenadas del Estrecho de Gibraltar figuraron con un lugar de honor en los mapas de la muerte. Por su embocadura pasaron casi todas las guerras de la historia, con su vieja carga de daños colaterales y escalofrío de los más débiles. Durante los últimos treinta años, sin embargo, bajo sus aguas empezaron a dormir las victimas de una extraña paz que no sólo mata la esperanza y la justicia, sino a seres humanos de carne y hueso.
Es lo que los economistas y los sociólogos suelen denominar globalización mercantil, la que cerraba fábricas en el primer mundo para abrirlas en el tercero, hasta que sus remotos propietarios a menudo trasnacionales se dieron cuenta que era mejor que no hubiese distintos mundos sino que la mano de obra barata estuviera en todos al mismo tiempo. La que permitía que circularan libremente capitales y mercancías pero impedía el paso legal de las personas. La que nos prometió el paraíso y nos ha regalado una pesadilla. La que contribuyó a esquilmar la riqueza de África y está saqueando los derechos de Europa.
Hoy el Estrecho sigue siendo una frontera a pesar de que ya no existen las fronteras. Hay un foso marino más allá de todas las alambradas, de los altos perímetros de vallas inalcanzables que a veces cruza, sin embargo, la desesperación del mundo. Más allá del Sistema Integrado de Vigilancia Exterior, sus dos aguas se han convertido en una almadraba mortífera para quienes vienen huyendo de la catástrofe africana para buscarse paradójicamente la vida en la crisis europea.
Hace unos días, nuevas bajas en la batalla de la justicia, salpicaron los teletipos desde esta frontera sur. Un hombre negro sin pasaporte que identificara su viaje al otro mundo falleció poco después de ser rescatado en el mar, cerca de Tarifa, junto con otros catorce compatriotas de la utopía, cuando como los niños perdidos de Peter Pan viajaban a ninguna parte a bordo de una balsa de juguete.
Al otro lado de las cartas marinas, cerca de Alhucemas, otros once perderían definitivamente el aliento, sin llegar nunca a reunirse con los veintitrés que les sobrevivieron, entre quienes cuentan las crónicas que había dos menores y tres mujeres, una de las cuales llegó a abortar bajo el terrible impacto de los sueños rotos.
No habían oído en la radio que en el viejo oasis europeo, ya apenas queda agua. Ni habían visto en los telediarios las colas a las puertas de los comedores sociales y los bancos de alimentos. Ni habían comprobado en la prensa los índices del paro. Esa gente, sin duda alguna, no conoce las noticias pero sabe perfectamente en qué mundo vive y no quiere quedarse en él para seguir agonizando. A veces la muerte no es sólo la muerte, sino esa rara angustia cotidiana que lleva a preguntarnos a qué le llamamos vida. Ellos lo hicieron y terminaron eligiendo su suerte, aunque no siempre exista un final feliz para los cuentos.
Quizá hoy, como signo de respeto y de memoria hacia esos doce nuevos muertos en el mar de Ulises, debemos preguntarnos sencillamente si nosotros seguimos vivos y si, para demostrarlo, algún día, más temprano que tarde, nos jugaremos también el futuro a una carta y dejaremos de permitir que otros se lo jueguen en nuestro nombre.
Juan José Téllez
Algeciras 19 de abril de 2013
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