Después de doce años viviendo en Londres, he vuelto a España. Tras todos estos años, el país ha cambiado, evidentemente, mucho. Ha cambiado tanto, que a veces yo mismo me siento extraño, como si no estuviese realmente en mi propia tierra. Pero, por supuesto, hay aún muchas cosas que me resultan muy familiares. Buenas y malas. Y hay además algo en particular que yo siento también muy próximo, aunque en realidad no ocurría aquí antes. Me refiero a ver tanta gente extranjera en nuestros pueblos y ciudades. Algo a lo que, por cierto, no parecen todavía muy habituados algunos españoles.
No es esto último, ya digo, mi caso. ¡Cómo iba a serlo, habiendo vivido en una ciudad como Londres! Para alguien que ha vivido en la capital británica, que es la ciudad más cosmopolita del orbe, ver chinos, rumanos, marroquíes, lituanos, y todo el resto de nacionalidades y razas del mundo, es algo natural. Por tanto, ver inmigrantes por todos lados es de las cosas que menos me pueden extrañar. Lo que, en cambio, sí me extraña ?más bien diría «sorprende»?, es oír cómo algunos españoles hablan de estos inmigrantes. Hay hasta quien los insultan cuando los ven por las calles, por mofa. Hablo, por supuesto, de una minoría. Pero eso no hace minoritario el daño. Y si no, que se lo pregunten a los afectados.
En mi estancia en Londres, en concreto, yo era un extranjero más; y aunque, por tener rasgos europeos, no era de los que se notaban a simple vista, no tenía más que abrir la boca para que me descubrieran la condición. Eso lo aprendí pronto. Y con eso, otras cosas. Así, y por poner sólo un ejemplo, recuerdo que nada más llegar a Inglaterra, una descarada niña inglesa que me oyó hablando español, se dirigió a mí y me gritó: «¡Paki!» Era el término ofensivo con el que allí insultan a los paquistaníes, de los cuales hay una gran comunidad. La niña, supuse, me estaba dando la bienvenida a su manera.
Pese a la anécdota, lo cierto es que en Londres no es normal para un extranjero recibir exabruptos racistas por la calle. Allí están acostumbrados a la convivencia de razas, culturas y religiones. Si bien, no faltan, pese a todo, minorías con prejuicios en contra de inmigrantes. Porque los prejuicios racistas no son exclusivos de ningún país. Y no son tampoco tan diferentes de un lugar a otro; ni en Inglaterra, ni en Estados Unidos, ni en la Luna, si hubiera humanos; ni siquiera, por supuesto, en España. En todas partes se dice lo mismo de los extranjeros: se les relaciona demasiado fácilmente con crímenes, se les acusa de quitarles el trabajo a los nativos, se les critica por no integrarse lo suficiente, se les considera portadores de enfermedades, y muchas otras cosas más. Eso, en todos lados.
Parece existir en el ser humano una tendencia innata a desconfiar de lo desconocido. Así, los extraños suelen ser casi siempre los primeros sospechosos, como ocurre en las películas del Oeste, donde el forastero no es nunca de entrada inocente; a veces, ni siquiera aunque lo demuestre. Pero resulta que en esta otra película, la que vivimos en la realidad, también nos gusta enajenar el mal. Nos reconforta consolarnos con la idea de que lo malo nos viene siempre de fuera. Vamos, como las gripes, que vienen siempre de África o la China. Sin embargo, no pregunten a los europeos del Norte de dónde vienen las suyas, por si acaso.
No voy a negar que algunos extranjeros se meten a veces en asuntos sucios. Pero esto, en cierto modo, sólo viene a corroborar que, aunque sean diferentes a nosotros, no lo son realmente tanto, ¿verdad? Aunque, claro, a eso se puede argumentar que, puestos a tener gente indecente, nos basta con la propia. ¿Por qué? ¿Acaso es más ladrón el que, robando lo mismo, no es de los nuestros? Y ya sé que otros podrían aducir que tenemos ya suficientes ladrones aquí, de todas formas, para que encima nos vengan más de fuera. Esto no es más que aprensión y prejuicio de nuevo, contra la foraneidad, a la que, como dijimos antes, no se le presupone la inocencia. Es como si ser extranjero llevase ya, implícita, una culpa. La culpa de no ser como nosotros.
Como vemos, ser inmigrante tiene su precio, a pagar en la cuenta vulgar y demasiado corriente de una banca usurera llamada xenofobia. Y encima, como si no fuera suficiente, se cobra también el impuesto extra de nacionalidad, que es algo así como pagar por lo que otros compatriotas hacen. Mal negocio, ya que los pecados los tienen que purgar quienes los cometan; y no antes de que los hayan cometido. Eso pienso yo. Porque, puestos a pagar por pecados ajenos, ya tiene bastante la raza humana con tener que pagar por los de Adán; el cual, por cierto, también vino de fuera.
Como quiera que fuese la cosa, lo cierto es que, a menudo, lo que parece muy simple para unos, no lo es tanto para otros. En eso también somos diferentes los humanos. Por ello, aún siendo de sentido común que ni todos los chinos son iguales, ni todos los rumanos, ni todos los marroquíes, como ni siquiera todos los españoles ?¡faltaría más!?, siempre habrá quien no llegue a entenderlo. Porque distinguir en la oscuridad que no todos los gatos son pardos, requiere, evidentemente, luces: las que no nos sobran a veces a algunos. Aprovechemos, por tanto, la oportunidad que nos da la presencia en nuestra tierra de tantas culturas diferentes, y que las luces que de ellas emanan nos iluminen un poco más con la alegría de la convivencia. A todos. Los de dentro y los de fuera. Que así sea, y que todos lo disfrutemos.
Juan Jesús Trigo-Cervera
Voluntario de Andalucía Acoge






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