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Durante los últimos días, en Europa se ha desarrollado una corriente de empatía y solidaridad hacia la situación de las personas refugiadas que intentan acceder a países que garantizan plenamente el asilo, debida fundamentalmente a la dureza de las imágenes que hemos podido ver en medios de comunicación y redes sociales, y que han culminado con las fotografías de un niño sirio ahogado. No cabe duda que es emocionante ver a la ciudadanía reaccionar contra las actitudes xenófobas y las políticas migratorias excluyentes, dando la bienvenida a familias refugiadas e incluso brindando un rincón de sus casas para acogerlas. Desde personas a título individual, ONGs, colectivos profesionales e instituciones públicas y privadas se han planteado iniciativas -más o menos realistas, más o menos simbólicas- con la idea de ayudar a quienes se encuentran desamparados y arriesgan sus vidas para escapar de la barbarie.

Existen fotografías icónicas que han hecho, a lo largo de la Historia, que tanto la clase política como la ciudadanía despierten sus adormecidas conciencias, sacudidas por el poder y la violencia de ciertas imágenes brutales. Pero no es menos cierto que la barrera que separa la información del morbo y el amarillismo es a veces demasiado sutil, y que hoy en día, el efecto multiplicador de las redes sociales puede, a golpe de clic, convertir lo que es un terrible drama humano en la última novedad mediática de usar y tirar, en un trending topic que será reemplazado por otros en días o semanas, dejando un rastro de reacciones emocionales que se diluirán en el caos de sobreinformación que nos rodea. Ante los titulares que se regodean en el estado de putrefacción de los cadáveres encontrados en el camión austriaco y la reproducción insistente de las fotografías del cuerpo del pequeño Aylan, poco impacto producen ya las noticias de naufragios diarios con cientos de víctimas. Y ante esta realidad, es inevitable preguntarse qué ocurrirá cuando este tipo de informaciones dejen de copar los titulares en las noticias, qué imágenes volverán a despertar nuestro dolor, nuestra indignación, y sobre todo, qué hará falta para que reaccionemos y ofrezcamos nuestra ayuda activa para paliar el sufrimiento de quienes se ven obligados a emprender estos desplazamientos forzosos.

Por otro lado, hay un aspecto aún más preocupante que estamos advirtiendo, como es la distinción –nada inocente– que se está haciendo entre inmigrantes y refugiados. En los medios de comunicación, las redes sociales e incluso en algunas campañas de promoción de la solidaridad con los exiliados están apareciendo muchas voces que insisten en diferenciar a las personas refugiadas de los demás inmigrantes, justificando las muestras de apoyo con los primeros por el hecho de que huyen de situaciones de emergencia, que no tienen la intención de quedarse en Europa y que no vienen atraídos por el estado de bienestar. Es evidente que las características de vulnerabilidad y riesgo de quienes sufren persecución (no sólo en situaciones de guerra, sino también por cuestiones étnicas, religiosas, o de orientación sexual) les hacen acreedores de una protección especial, pero ello jamás puede ir en detrimento de los derechos de aquellas personas que buscan para sí mismas y para sus familias un futuro mejor. Los llamados “inmigrantes económicos”, no abandonan sus países de origen por gusto, o con la idea de vivir de recursos públicos, usurpar puestos de trabajo o acceder a los lujos consumistas que supuestamente ofrece un país desarrollado. La gran mayoría de las personas que emprenden un camino tan traumático como incierto buscan, legítimamente, acceder a un nivel de vida digno que les aleje de la pobreza, la miseria y la falta de expectativas de futuro, y en ningún caso podemos criminalizarlas o tacharlas de oportunistas respecto a aquellas que se ven obligadas a escapar de la destrucción y la persecución.

No es casualidad que esta distinción aparezca en una Europa cuyas políticas migratorias tienden a no reconocer el derecho a migrar: políticas que se niegan a permitir la regularización de personas indocumentadas que no sean solicitantes de asilo, condenándolas a vivir en la clandestinidad, bajo la constante amenaza de ser detenidas, encerradas en un CIE y expulsadas a sus países de origen. Debemos mantenernos alerta para evitar que la obligación de reconocer los derechos de los refugiados constituya la coartada perfecta para recortar , aún más, los derechos de las personas inmigrantes, propiciando de paso que la opinión pública se posicione en contra de quienes se ven empujados a salir de su país en busca de una mejora en sus condiciones de vida.

Y es que es importante recordar que, además del derecho a migrar, también se ve vulnerado el derecho a no hacerlo. Cuando no existe esa posibilidad, la emigración es el único destino al que estás abocado, aunque tengas que poner tu vida en manos de traficantes de seres humanos, ser víctima de vulneraciones de derechos como las devoluciones en caliente o permanecer retenido en un Centro de Internamiento de Extranjeros a pesar de no haber cometido delito alguno. No permitamos que la legítima e ineludible preocupación por la situación de las personas refugiadas nos haga olvidar que también tenemos la obligación de reconocer y garantizar los derechos fundamentales de las personas inmigrantes.

 

Sylvia Koniecki -Presidenta de Andalucía Acoge

Fotografía: Florencia Rojas
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